Francisco de Sales Covelo

Hombre
amigo y artista

Intentar evocar la figura artística de Sales Covelo requiere un esfuerzo que posiblemente supera mis capacidades. No podré hacer otra cosa que referirme al hombre, al amigo cuya desaparición todavía representa un enorme vacío. Cuando me refiero al hombre, al amigo, significo también al artista, porque en Sales Covelo ambas facetas se fundían en la más armoniosa de las síntesis.

Hombre, amigo, artista. Arte y generosa humanidad constituían en él sus mejores mieles: hombre, lo era en la plenitud y excelencia de su condición viril. Amigo, lo fue de muchos y como muy pocos, con la entrega sin límites de su lealtad. Artista, con el íntegro fervor que da, al ejercicio de la belleza, el dominio de la estética y las proporciones.

Nada humano le fue ajeno; nada bello le fue extraño; una cultura sólida, reposada en la meditación y cultivo de sus queridas plantas, culminaba en su inteligencia amorosa. Así, por la clara nobleza del hombre, por la entrega incondicional del amigo, por la poliédrica sensibilidad del artista, su comunicativo ingenio, su perspicaz ironía; su andaina vital fue siembra y vivero fértil, de continuos afectos.

Enjuto, de amable rostro, hombros anchos, algo en exceso, como si tuviera que soportar un peso invisible. Frente alzada, cruzada de surcos meditativos, indómita, luenga y desordenada cabellera, no demasiado abundante, con gruesa y pronunciada nariz. Había dos rasgos en su rostro que me llamaban particularmente la atención: los ojos y la boca. Aquellos, de color no bien definido, entre verdes y grises, eran extraordinariamente móviles, recordaban a los de sus loros que tanto amaba y que con singular destreza lo imitaban. Su mirada -profunda, nerviosa, limpia, luminosa- era invariablemente la misma, iba recta y afilada como un dardo, a buscar en las personas y en las plantas el refugio recóndito de la verdad.

Una suprema fuerza ponía en él su resplandor de fuego secreto y ante su ascética y sobria silueta, uno no podía sospechar que se escondiera un espíritu lleno de creatividad y sentido del humor. En cuanto a la boca, ninguna tuvo como la suya el don de la sonrisa cordial que parecía estar pidiendo disculpas permanentemente, por ser tan cariñosa. La cólera fingida y la palabrotería de que de vez en cuando hacía gala, no eran capaces de ensombrecer su permanente cordialidad y su contrastada bonhomía.

No conocí ningún artista de la jardinería y la paisajística que dominara con pareja facilidad su profesión. El prestigioso horticultor madrileño Gabriel Spala, dijo en mi presencia: “Sales Covelo está a medio camino, entre César Manrique y el brasileño Burle Marx”, dos figuras de primer orden, internacionalmente reconocidas. Y todo ello, sin ningún estruendo, suavemente, con despreocupación absoluta por lo notorio o lo económico.

Sales Covelo fue siempre discreto y desde la clandestinidad hacía pintura, arquitectura, el amor... a la vida, a las plantas. Hacía como pocos, casas y parques que sin duda van a perpetuar su recuerdo.

En suma, en el color y calor, en el dramatismo y pasión con que la fuerza de su temperamento traducía la vida, estaba la verdadera esencia de su personalidad.

Duele su ausencia, pero reconforta saber que sigue llenando nuestro espacio.

Francisco de Sales

Enjuto, de amable rostro, hombros anchos, algo en exceso, como si tuviera que soportar un peso invisible. Frente alzada, cruzada de surcos meditativos, indómita, luenga y desordenada cabellera, no demasiado abundante, con gruesa y pronunciada nariz. Había dos rasgos en su rostro que me llamaban particularmente la atención: los ojos y la boca. Aquellos, de color no bien definido, entre verdes y grises, eran extraordinariamente móviles, recordaban a los de sus loros que tanto amaba y que con singular destreza lo imitaban. Su mirada -profunda, nerviosa, limpia, luminosa- era invariablemente la misma, iba recta y afilada como un dardo, a buscar en las personas y en las plantas el refugio recóndito de la verdad.